Por Alfonso Gómez Palacio, CEO de Telefónica Hispanoamérica
Imaginemos que estamos en un barco y que las condiciones del mar cambian. El capitán tiene dos alternativas: adaptarse al nuevo oleaje para mantenerse a flote o sostener el rumbo y acabar a la deriva. Como ese barco, las empresas deben transformarse para enfrentar las variaciones de contexto. La industria de las telecomunicaciones enfrenta una dificultad añadida: como un ancla, nuestra regulación complica y a veces impide que las empresas nos adaptemos a la marea. Mientras eso ocurre, la sociedad demanda que la embarcación sea más veloz, lo que exige mayores inversiones en infraestructura. Todo ello pese a que los operadores no son igual de rentables que en otros tiempos, como evidencia un dato dramático: los ingresos del sector han caído un 38% solo entre 2012 y 2022, según la consultora Nera.
Somos una industria que se transforma al ritmo de la evolución tecnológica. Por ejemplo, la fibra óptica es hoy la mejor tecnología de conectividad fija, razón por la que en Telefónica Hispanoamérica hemos acelerado su despliegue, que alcanza ya a más de 18 millones de viviendas en la región. Como parte de esta renovación, hemos retirado más de 30 mil toneladas de cobre de nuestras redes en los dos últimos años. Pese a que la realidad de la tecnología y el mercado tienen una dirección clara, muchas normas del sector siguen enfocadas en las redes de cobre, una tecnología en el ocaso. En Perú, por ejemplo, el regulador insiste en mantener los teléfonos públicos en operación, pese a que virtualmente no se usan y nuestros contratos de concesión no nos permiten retirarlos.
Convivimos con una regulación analógica en un mundo digital, en el que la demanda de conectividad aumenta a doble dígito. Nuestra industria debe responder a esa creciente necesidad social. Eso obliga a invertir, y para poder hacerlo es clave que garanticemos una senda de rentabilidad. Por ello es fundamental revisar aquellas normas regulatorias que impactan de forma adversa en las finanzas de los operadores.
Nuestro barco sigue a flote a pesar del ancla de la sobrecarga regulatoria. Si queremos avanzar, es urgente cuestionar el rumbo. ¿Se requiere una regulación sectorial específica de protección al consumidor cuando existen normas generales en la materia que aplican a todas las demás actividades económicas? ¿Tiene sentido mantener la regulación de servicios como la telefonía pública, la mensajería de texto o la voz fija, pese a ser servicios en desaparición o que enfrentan la intensa competencia de tecnologías más desarrolladas? Parecen preguntas de menor entidad, pero no lo son. La mayor parte de la regulación de nuestra industria se desarrolló hace más de veinte años, cuando los márgenes del sector y su capitalización bursátil eran otros. Es esencial revisar completamente las reglas de juego, teniendo en cuenta el curso al que tiene que apuntar la proa del barco y no la estela que deja la popa.
Por otro lado, las políticas analógicas del pasado han favorecido la competencia de modo artificial: facilitaron el acceso preferente de nuevos jugadores al mercado, pero obligaron a los operadores establecidos a otorgar condiciones de acceso a sus redes a precios subestimados. Estas medidas han conducido a una crisis de sostenibilidad del sector, evidente en países como Chile o Colombia. A estas alturas del viaje −como están reconociendo las autoridades− urge más que nunca repensar las políticas de competencia para facilitar la consolidación de los jugadores en riesgo y así garantizar la continuidad de los servicios.
La visión tradicional aplicada a nuestra industria tuvo también un claro foco recaudatorio. En lugar de poner el acento en la expansión de los servicios, muchos gobiernos privilegiaron el cobro de altos precios por el espectro y establecieron impuestos especiales que solo afectan a nuestro sector. Felizmente esto está cambiando. Empieza a entenderse que en el siglo XXI la conectividad aporta más valor por su capacidad de habilitar el ecosistema digital: a mayor cobertura, más productividad, negocios y mayores ingresos fiscales para los países.
Hispanoamérica necesita un sector sólido de telecomunicaciones para participar activamente de la economía digital. Ese objetivo solo podrá alcanzarse con una regulación que habilite el futuro que buscamos. Si no apostamos por un nuevo rumbo, nuestra industria podría convertirse en un barco a la deriva.